El Golem / Eduardo Hurtado Montalvo
… a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.
Jorge Luis Borges, “El Golem”
México vive uno de los momentos más peliagudos de su historia. A más de cinco años de la guerra declarada sin reflexión ni cálculo por Felipe Calderón, el número de muertos resulta ominoso. La responsabilidad de los ciudadanos de cara a los comicios de este año es mayúscula: elegir al encargado de llevar adelante las políticas necesarias para recomponer el camino.
Uno de los principales candidatos es el producto de una campaña coordinada por los poderes fácticos, con Televisa al timón. Atenta al modelo foxista (que consistió en llevar a cabo una precampaña intensiva durante seis años), a partir de 2007 la cadena televisiva se ha encargado de poner en primer plano la figura de un joven priísta de viejo cuño, Enrique Peña Nieto, ex gobernador del Estado de México. La herramienta principal, junto a los spots disfrazados de noticias y las noticias configuradas como spots, han sido las encuestas. Desde entonces “el apuesto y muy eficaz político mexiquense”, según reza el perfil más socorrido, no cesa de sacar ventaja en las preferencias de los mexicanos.
El hombre fuerte del PRI es un mito diseñado y difundido desde las pantallas. Ante la falta de acciones distintivas, ciertos hechos recientes (la selección adecuada de su sucesor en el gobierno del estado y el consecuente triunfo de su partido en las elecciones) se han publicado como ejemplos de virtuosismo. Exiguas muestras, si lo que buscan es dar cuenta de las destrezas de un político que se vende como excepcional.
Como sea, la perseverancia en la estrategia ha dado frutos: durante años, millones de mexicanos se han mantenido en la certeza de que si un líder encarna la posibilidad de un gobierno “ordenado”, ese es elheredero de Arturo Montiel y el grupo Atlacomulco. Para sostener tal esperanza, sin embargo, es preciso olvidar muchas cosas ―Atenco, por ejemplo, ese episodio en el que la administración de Peña impuso el orden al más rancio estilo autoritario: a punta de catorrazos y vejaciones. Las expectativas de los peñanietistas no parecen fundarse en hechos verificables. Si alguien le pidiera a un puñado de adeptos referir una acción o una frase destacadas del susodicho, el rubro “No sé” alcanzaría un porcentaje inexplicable.
Atenido a las aclamaciones de sus promotores, el candidato resplandeció en los escenarios políticos sin necesidad de un discurso. Le alcanzó con recitar unas pocas líneas más o menos trilladas, con cadencia, ademanes y léxico de político setentero. Pero la circunspección ha dejado de ser alternativa para él, dada la enorme demanda de puntos de vista sobre los más variados temas que hoy está obligado a enfrentar. Y ha sucedido lo ineludible: el original no empata con el simulacro.
En la FIL Guadalajara 2011, durante la presentación de uno de esos proyectos para la construcción de un nuevo México que acompañan a todo presidenciable, un reportero del diario español El Mundo le lanzó una pregunta muy básica, que para el mexiquense resultó venenosa: puesto que estamos en un espacio dedicado a los libros, mencione usted tres que hayan influido en su vida. Titubeante, el Licenciado comenzó por mencionar, no sin cierto desparpajo, La Biblia. “No toda, por supuesto”, explicó de inmediato, bajo el reclamo insidioso de su mala conciencia.
Lo que siguió fue peor: incapaz de obtener “algo” de los archivos vacantes de su memoria, ensayó traer a cuento un par de títulos de cierta actualidad, sin atinar a nombrarlos de manera correcta y sin poder referir la identidad de sus autores. El episodio se prolongó durante varios, agónicos minutos. El hombre resbalaba como caballo en un iceberg, farfullaba desconcertado, miraba el piso y luego el techo con ojos de espanto, mientras las risas de los asistentes oscilaban entre la mofa y el nerviosismo.
Horas más tarde la escena circulaba por las redes sociales, condimentada con todo género de chascarrillos sangrientos. Para los millones de mexicanos que no tienen acceso a Internet el asunto ha quedado, gracias al empeño invertido en paliar la ignorancia y la falta de reflejos exhibidas, en un hecho anecdótico. Para quienes hemos atestiguado el realismo casi obsceno del video, el derrapón dice más: don Peña no pudo transportar, a su memoria primero y a sus labios después, tres títulos de la literatura universal.
¡El Rey va encuerado! El hallazgo se propaga a velocidad cibernética.
Los impulsores del espejismo peñanietista se han prodigado en excusas. Leer, arguyen, está sobrevaluado. Que un político rehuya tan prescindible actividad no tiene por qué perjudicar el desempeño de su labor. Por lo demás, agregan, dado que la inmensa mayoría de los mexicanos no lee, aquellos que se han echado en montón a ridiculizar la ignorancia del priísta, iletrados ellos mismos, carecen de autoridad para criticarlo.
El primer alegato merece una reflexión aparte. El segundo es un sofisma: que los mexicanos conformen una de las naciones menos lectoras del planeta es un hecho que en gran medida responde a las deficientes políticas educativas de sus gobiernos. Lo menos que puede hacer un pueblo que ha sufrido una calamidad así, es pedir que quien aspira a gobernar y representar al país entero tenga otra formación ―y un interés razonable en la enseñanza y la cultura. Las peripecias de Peña en Guadalajara exhibieron a un sujeto del que puede afirmarse todo lo contrario. No es de asombrar entonces que millones de ciudadanos de las más variadas condiciones (pirrurris, clasemedieros, proletarios, ígnaros, alfabetizados y hasta doctos), hayan tenido el impulso de traducir en clave humorística una demostración tan deplorable.
En cuanto al primero de los razonamientos esgrimidos por los abogados del gobernante inculto, vale preguntarse: ¿de verdad no importa que un político ―y algo más: el aspirante a la presidencia de un país democrático― no lea? Porque, hay que admitirlo, el señor Peña quedó exhibido y confeso: no es que haya leído poco, ni que sus lecturas se circunscriban a ciertos temas… Es que no lee. Desde luego, no se trata de exigirle a los más altos dignatarios de nuestra clase política que en el desempeño de sus obligaciones muestren alguna familiaridad con el arte, la ciencia o la metafísica. Se trata sólo de que en su visión de las cosas asome un cierto trato con las ideas.
“No tengo tiempo para leer”, arguyó el candidato en plena crisis de inopia intelectual. Quien así se revela deja ver un íntimo convencimiento de que la cultura no aporta utilidad alguna, que la comprensión de los conflictos de un país no exige ninguna sutileza. Y sin embargo, la realidad más inmediata parece apuntar en un sentido distinto. Otro gallo nos cantara hoy mismo si Felipe Calderón tuviera la capacidad de matizar ideas, si tuviera la sensibilidad necesaria para escuchar los argumentos de aquellos que le piden de múltiples maneras reconsiderar su estrategia de combate al crimen… ¿Cómo llevar el tema de la lucha contra el narcotráfico a un terreno que supere el enfoque maniqueo de los buenos contra los malos, si la idea que se tiene del mundo ocurre en blanco y negro? ¿Cómo entender problemas complejos cuando se carece de una mínima formación humanista y, en consecuencia, de la variedad de perspectivas que contribuyen a configurar una visión amplia de los conflictos?
Es verdad que la lectura de algunos títulos del pensamiento universal no es garantía de que un político actuará con visión de estadista, pero no haberlos leído sí garantiza que ese político no actuará como un hombre de Estado. Este es el trasfondo de las declaraciones deCarlos Fuentesa la BBC:
“Este señor [Peña] tiene derecho a no leerme. A lo que no tiene derecho es a ser Presidente de México a partir de la ignorancia… Los problemas exigen un hombre que pueda conversar con Obama, Angela Merkel o Sarcozy, y no es este el hombre capaz de hacerlo.”
La inconveniente intervención de Paulina Peña en pleno Guadalajaragate ha evidenciado otras dolencias. Indignada, la joven retuiteó, sin pensarlo, el mensaje de su novio en contra de quienes hacían escarnio de su padre, cosa razonable y hasta meritoria, de no ser porque el mensaje original venía sembrado de implicaciones clasistas: “Un saludo a toda la bola de pendejos, que sólo forman parte de la prole y sólo critican a quien envidian.” La actitud de la chica obliga a pensar en su entorno más próximo, el cual, por más que uno quisiera pasar por invidente, incluye a su progenitor.
Se podría alegar que es rigorista juzgar a Peña por esta opinión de su hija. No hay que olvidar, sin embargo, que a menudo se le pide a los ciudadanos trasladar a la figura de los políticos ciertos valores encarnados en sus parientes más cercanos. Tan legítimo como pensar en la buena cepa del funcionario que aparece en las fotos o las pantallas rodeado de su hijos modositos y su hermosa mujer, resulta sacar conclusiones respecto a los puntos de vista de ese mismo individuo cuando uno de los suyos exhibe una conducta discriminatoria. No es exagerado especular, luego de conocer la opinión del novio y el posterior aval de la joven Peña, que ella suele escuchar expresiones semejantes: “Es que la prole no entiende de otro modo”, por ejemplo.
El tema se vincula con un nuevo eslabón en esta cadena de equivocaciones: el olvido, por parte del flamante candidato, del monto del salario mínimo. ¿Lo conoció en algún momento? ¿El tema le parece irrelevante, un asunto propio de amas de casa? El día en que obtuvo su registro como aspirante único de su partido a la presidencia, Peña intentó borrar con una sola frase la incultura y la falta de recursos exhibidos en la FIL:
“Puedo confundir los nombres de los escritores, pero no me olvido de la pobreza.” Dado que la pifia del salario mínimo había ocurrido ya, bien pudo agregar: “No sé cuánto gana la prole, pero no me olvido de su miseria.”
Los graves desatinos de Peña Nieto han puesto en jaque a todos aquellos que se lanzaron a crear un Golem a la altura de sus ensueños, obsesionados con la idea de hacerlo presidente. Quisieron endilgarle a la criatura cualidades prodigiosas: inteligente, sagaz, dueño de un inusual instinto político y de la más alta formación académica. A los primeros pasos, el muñeco se derrumba. “Descúbrenos el camino”, le exigen. Y el infeliz se enreda, lo mismo en castellano que en inglés. Antes de que inicien siquiera las campañas, sin haber enfrentado las interpelaciones de sus adversarios ni la exigencia de los sectores ciudadanos más críticos, el hombre se ha convertido en el hazmerreír de millones, lo que ya indica un serio principio de duda entre los futuros votantes.
¿Y ahora? Los cabalistas desesperan al constatar las insuficiencias de su penoso hijo. Nada que hacer: el partido lo ha lanzado sin considerar la opción de un colapso ―y ya no hay tiempo para sacar la pata. No les queda más que fiarse al poder de sugestión de sus aliados mediáticos. Estos, ni que dudarlo, intentarán sostener durante los próximos meses que, a pesar de la opinón injusta de las biliosas mayorías, el Licenciado Peña se mantiene en la cumbre de las encuestas. Al fin y al cabo, desde su obtusa perspectiva los ciudadanos acaban por preferir lo que ellos mismos, animadores y gacetilleros, les dicen que prefieren. México, de ser así, tendrá en Los Pinos al Candidato de las Estrellas. Sin embargo, aún quedan espacios para el disenso: Internet y las redes sociales parecen abrir pistas favorables a la reflexión y a la posibilidad de que los mexicanos pensemos muy en serio lo que representaría el triunfo de un individuo que enseña incompetencias tan alarmantes.